El que fuera capellán de la Casa Real por más de 30 años, Mons. Serafin Sedano, falleció ayer miércoles 21 de mayo a los 92 años. También fue capellán del Regimiento de la Casa Militar del Jefe del Estado y de Mingorrubio y el Pardo (Madrid).
En una entrevista concedida a El diario montañés durante una visita a Cantabria con la familia real, él mismo explicó que su vínculo con la familia real “va más allá de lo religioso, hay una relación humana”.
Emotiva despedida de la familia Real
Según ha podido saber Religión Confidencial, la familia Real se ha despedido de D. Serafín en un acto impresionante y muy emotivo, escoltado el féretro con la guardia real de gala.
Con motivo de su fallecimiento, su amigo Carlos Morán, decano de la Rota en España y capellán del colegio Mater Salvatoris, escribe para RC un emotivo obituario.
Don Serafín Sedano Gutiérrez: siervo fiel y cumplidor, entra en el gozo de tu Señor
En la mañana del 21 de mayo, como quien oye caer la última hoja del árbol al que tantas primaveras sostuvo, nos alcanzó la noticia de la muerte de Don Serafín Sedano Gutiérrez. Fue una noticia esperada, pero no por ello menos lacerante. A sus 92 años, tras una vida larga y llena, consagrada sin reservas a Dios y a los hombres, el Señor lo llamó a su encuentro. La muerte no fue en él ruptura, sino cumplimiento; no castigo, sino promesa. Como el sol que se esconde lentamente tras las montañas de su querida Cantabria, así se apagó su vida: sin estrépito, con la mansedumbre del justo, con la hondura del que ha amado mucho.
Párroco de pequeñas comunidades rurales
Don Serafín nació en Ruijas, un rincón escondido del valle de Valderredible, donde la tierra y el cielo parecen hablarse en voz baja. Fue ordenado sacerdote en 1956, y comenzó su ministerio entre los suyos, como párroco de pequeñas comunidades rurales que aún recuerdan su paso con reverencia y ternura.
Después, el curso de su vocación lo llevó a terrenos insospechados: en 1975 fue destinado como capellán al Regimiento de la Casa Militar del Jefe del Estado, en una etapa convulsa para España, que él vivió con la serenidad del que sabe que su Reino no es de este mundo. En 2007, ya con larga experiencia, fue nombrado oficialmente capellán de la Casa Real Española, y ejerció ese delicadísimo ministerio hasta su retirada en 2024, cuando la salud empezó a cobrarle el precio de los años entregados sin medida.
Presencia discreta pero firme
Su presencia en la capilla del Palacio de la Zarzuela era discreta pero firme, como quien sabe que lo importante no es estar en el centro de la escena, sino a los pies del altar. Allí, domingo tras domingo, celebraba la Eucaristía para los miembros de la Familia Real, a quienes quería profundamente, y a los que sirvió, no solo con los sacramentos, sino con el afecto sencillo del pastor que no juzga, que acompaña y consuela. Nunca alardeó de esta cercanía.
Su trato con la Casa Real fue el de un verdadero servidor: cordial, afectuoso, absolutamente respetuoso. Hablaba de ellos como quien habla de su familia, pero con la discreción de quien ha sido puesto por Dios para acompañar, no para relatar. Sabía estar, sabía callar, sabía escuchar. Entendió como pocos lo que significaba ese encargo, y lo llevó en su corazón como una servicio amable, como una vocación dentro de su vocación.
Capellán del colegio Mater Salvatoris
Durante décadas fue también capellán del colegio Mater Salvatoris, donde dejó una huella profunda. Quiso de corazón a las religiosas —algo que, por otra parte, es fácil de vivir considerando su estilo de vida—, a las alumnas, a las familias; Nunca fue un funcionario del altar, sino un alma sacerdotal que vivía con gozo su entrega. Allí, como en tantos otros lugares, sembró con alegría la Palabra de Dios, consoló, enseñó, bendijo. Fue querido, y más aún, fue necesario.
Quienes le conocimos de cerca, sabemos que Don Serafín poseía una mezcla rara de cualidades humanas y sobrenaturales: una amabilidad que desarmaba, una sonrisa constante, una capacidad de trabajo llevada hasta límites impensables. Era servicial hasta el extremo, de esa servicialidad que no se anuncia ni se impone, sino que brota del alma como el agua de manantial. Su piedad era recia y entrañable.
Homilias directas y espontáneas
No fingía profundidad: la tenía. Sus homilías eran directas, espontáneas, sin barroquismos, pero llenas de verdad. Tenía la sabiduría del que ha orado mucho y ha llorado también ante el Señor. Sabía empatizar con todos: con los poderosos y los sencillos, con los niños y con los ancianos, con los colegas sacerdotes y con quienes se acercaban a él por primera vez.
Amaba a Dios con pasión tranquila. Amaba a la Iglesia como se ama a una madre anciana: con ternura, con paciencia, con respeto. Amaba a los fieles, especialmente a los más débiles. Su oración era silenciosa y perseverante, tejida en los bancos de las capillas, en las madrugadas sin ruido, en la soledad fecunda del sacerdote.
Fue sacerdote y padre de sus sobrinos, alguno de los cuales tuvo que criar al morir su cuñado prematuramente. ¡Cómo trataba a su familia, especialmente a su hermana, la más necesitada de cariño, y la que más daba¡
Y ahora ha muerto. Pero no como mueren los que desaparecen, sino como mueren los que se consumen como lámparas, para alumbrar a otros. Su muerte —como toda muerte— nos duele, pero no nos escandaliza. Porque sabemos, con san Pablo, que “si morimos con Cristo, también viviremos con Él” (2 Tim 2,11). “El velo que cubre a los pueblos será arrancado… El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,7-8). Don Serafín predicó muchas veces que la muerte no tiene la última palabra.
Y hoy, nosotros lo creemos. Porque si es verdad que el corazón humano nunca se acostumbra del todo a la separación, también lo es que no todo termina aquí: “Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy, y contemplen mi gloria…” (Jn 17,24).
Nos deja un ejemplo luminoso
Nos deja un ejemplo luminoso. La suya fue una vida “expropiada” —como decía Benedicto XVI—, entregada del todo a Cristo. Conoció la debilidad, como todos, pero también la gracia, que no falla. Llevó adelante su ministerio con fidelidad y discreción, con fortaleza y dulzura. Era un hombre muy amigo de sus amigos. Yo le conocí hace 27 años. Para mí fue un amigo de corazón, un confidente, un apoyo; siempre estaba cuando le necesitábamos; jamás rehuyó un deber, ni se excusó por comodidad.
Hoy damos gracias a Dios por su vida. Por su itinerario oculto y fecundo. Por su ejemplo, por su oración, por su ternura sacerdotal. Damos gracias porque existió, porque fue fiel, porque amó.
Descansa en paz
Pedimos al Señor que le reciba con los brazos abiertos; que le abrace como al hijo que vuelve cansado pero entero. Que le premie el bien que hizo y le conceda la corona de gloria prometida a quienes le han amado. Que la Virgen María —vida, dulzura y esperanza nuestra— sea para él puerta del cielo. Que sus manos, que tantas veces bendijeron en nombre del Señor, sean ahora estrechadas por las manos misericordiosas del Dios bueno. Que sus labios, que anunciaron a Cristo, canten ahora para siempre el canto eterno de los redimidos.
Muy querido Don Serafín, sacerdote de Jesucristo, descansa en paz. Estamos convencidos de que ya habrás escuchado del Señor aquellas palabras que resumen toda esperanza: “Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25,23).
Y solo una súplica nos nace ahora, al quedarnos sin ti: No dejes de interceder desde el cielo por nosotros, como nosotros hoy lo hacemos por ti, desde la tierra, con lágrimas en los ojos, pero con la fe intacta.