"En la Misa conclusiva del Jubileo de las Familias, los Niños, los Abuelos y los Ancianos León XIV destacó que ellas forjan el futuro de los pueblos y pidió a los esposos ser ejemplo de coherencia y amor que educa en libertad", esto es lo que destaca Vatican News, aunque medios como Europa Press titulan de la siguiente manera: León XIV defiende el matrimonio como el "modelo concreto entre hombre y mujer" y critica "la libertad para quitar vidas".
Esta es su homilía completa. (Las frases subrayadas son de Religión Confidencial).
El Evangelio que acabamos de proclamar nos muestra a Jesús que, en la Última Cena, ruega por nosotros (cf. Jn 17, 20): el Verbo de Dios, hecho hombre, ya cerca del final de su vida terrena, piensa en nosotros, sus hermanos, haciéndose bendición, súplica y alabanza al Padre, con la fuerza del Espíritu Santo. Y también nosotros, entrando llenos de estupor y de confianza en la oración de Jesús, somos implicados por su mismo amor en un gran proyecto, que concierne a toda la humanidad.
Cristo pide que todos seamos «una sola cosa» (v. 21). Éste es el mayor bien que se puede desear, porque esta unión universal crea entre las criaturas la comunión eterna de amor en la que Dios mismo se identifica, como Padre que da la vida, Hijo que la recibe y Espíritu que la comparte.
El Señor no quiere que, para unirnos, nos juntemos en una masa indistinta, como un bloque anónimo, sino que quiere que seamos uno: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (v. 21). La unidad por la que ora Jesús es, pues, una comunión fundada en el mismo amor con el que Dios ama, del que viene al mundo la vida y la salvación. Y como tal se trata ante todo de un don que Jesús viene a traer. Es desde su corazón humano, de hecho, que el Hijo de Dios se dirige al Padre diciendo: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfeccionados en la unidad, y el mundo conozca que tú me enviaste y que los has amado como me has amado a mí» (v. 23).
Escuchemos con admiración estas palabras: Jesús nos revela que Dios nos ama como se ama a sí mismo. El Padre no nos ama menos que a su Hijo Unigénito, es decir, infinitamente. Dios no ama menos, porque ama primero, ¡ama primero! Cristo mismo lo testimonia cuando dice al Padre: «Me has amado antes de la creación del mundo» (v. 24). Y es precisamente así: en su misericordia, Dios ha querido siempre abrazar a todos los hombres, y es su vida, entregada por nosotros en Cristo, la que nos hace uno, la que nos une entre nosotros.
Escuchar este Evangelio hoy, en el Jubileo de las Familias y de los Niños, de los Abuelos y de los Ancianos , nos llena de alegría.
Querido, recibimos la vida antes de desearla. Como enseñó el Papa Francisco: «Todos los hombres son hijos, pero ninguno de nosotros ha elegido nacer» ( Ángelus , 1 de enero de 2025). No sólo eso. Desde que nacimos necesitamos de otros para vivir, solos no lo hubiéramos logrado: fue otro quien nos salvó, cuidando de nosotros, de nuestro cuerpo tanto como de nuestro espíritu. Todos vivimos, por tanto, gracias a una relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y de cuidado mutuo.
Es cierto, a veces esta humanidad es traicionada. Por ejemplo, siempre que se invoca la libertad no para dar la vida, sino para quitarla, no para ayudar, sino para ofender. Sin embargo, incluso frente al mal que se opone y mata, Jesús sigue rezando al Padre por nosotros, y su oración actúa como bálsamo sobre nuestras heridas, convirtiéndose para todos en anuncio de perdón y de reconciliación. Esta oración del Señor da pleno sentido a los momentos luminosos de nuestro amor mutuo, como padres, abuelos, hijos e hijas. Y esto es lo que queremos anunciar al mundo: estamos aquí para ser “uno” como el Señor quiere que seamos “uno”, en nuestras familias y allí donde vivimos, trabajamos y estudiamos: diferentes, pero uno, muchos, pero uno, siempre, en cada circunstancia y en cada edad de la vida.
Queridos, si nos amamos así, sobre la base de Cristo, que es «el Alfa y la Omega», «el principio y el fin» (cf. Ap 22,13), seremos signo de paz para todos, en la sociedad y en el mundo. Y no lo olvidemos: el futuro de los pueblos lo generan las familias.
En las últimas décadas hemos recibido un signo que da alegría y al mismo tiempo nos hace reflexionar: me refiero al hecho de que los esposos han sido proclamados Beatos y Santos, y no por separado, sino juntos, como matrimonios. Pienso en Luis y Celia Martín, padres de Santa Teresita del Niño Jesús; así como los beatos Luis y María Beltrame Quattrocchi, cuya vida familiar transcurrió en Roma en el siglo pasado. Y no olvidemos a la familia polaca Ulma: padres e hijos unidos en el amor y el martirio. Decía que esta es una señal que hace pensar. Sí, señalando a los esposos como testigos ejemplares, la Iglesia nos dice que el mundo de hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios y para superar, con su fuerza unificadora y reconciliadora, las fuerzas que desintegran las relaciones y las sociedades.
Por eso, con el corazón lleno de gratitud y de esperanza, os digo a vosotros, esposos: el matrimonio no es un ideal, sino el canon del verdadero amor entre el hombre y la mujer: amor total, fiel, fecundo (cf. San Pablo VI, Carta encíclica Humanae vitae , 9). Este mismo amor, al transformaros en una sola carne, os permite, a imagen de Dios, dar vida.
Por eso os animo a ser ejemplos de coherencia para vuestros hijos, comportándoos como queréis que ellos se comporten, educándoles en la libertad a través de la obediencia, buscando siempre el bien en ellos y los medios para incrementarlo. Y vosotros, hijos, sed agradecidos a vuestros padres: decir “gracias” por el don de la vida y por todo lo que con ella se nos da cada día es el primer modo de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20,12). Finalmente, a vosotros, queridos abuelos y mayores, os recomiendo que veléis por los que amáis, con sabiduría y compasión, con la humildad y paciencia que enseñan los años.
En la familia, la fe se transmite junto con la vida, de generación en generación: se comparte como la comida en la mesa y el afecto en el corazón. Esto lo convierte en un lugar privilegiado para encontrarnos con Jesús, que nos ama y quiere nuestro bien, siempre.
Y me gustaría añadir una última cosa. La oración del Hijo de Dios, que nos da esperanza a lo largo del camino, nos recuerda también que un día todos seremos uno solo (cf. san Agustín, Sermo super Ps. 127): uno en el único Salvador, abrazados por el amor eterno de Dios. No sólo nosotros, sino también los padres y las madres, las abuelas y los abuelos, los hermanos, las hermanas y los hijos que ya nos han precedido en la luz de su Pascua eterna, y que sentimos presentes aquí, junto a nosotros, en este momento de fiesta.