Lecturas del domingo 7 de enero de 2024
Domingo, 7 de enero de 2024 Primera lectura Lectura del libro de Isaías (42,1-4.6-7): Así dice el Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña […]

Domingo, 7 de enero de 2024

Primera lectura

Lectura del libro de Isaías (42,1-4.6-7):

Así dice el Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas.»

Palabra de Dios

Salmo Responsorial

Sal 28,1a.2.3ac-4.3b.9b-10

R/. El Señor bendice a su pueblo con la paz

Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado.

R/. El Señor bendice a su pueblo con la paz

La voz del Señor sobre las aguas,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica. 

R/. El Señor bendice a su pueblo con la paz

El Dios de la gloria ha tronado.
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!»
El Señor se sienta por encima del aguacero,
el Señor se sienta como rey eterno. 

R/. El Señor bendice a su pueblo con la paz

Segunda lectura

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (10,34-38):

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.»

Palabra de Dios

Aleluya

Aleluya

Se abrieron los cielos y se oyó la voz del Padre: "Este es mi Hijo, el amado, escuchadlo".

Aleluya

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,7-11):

En aquel tiempo, proclamaba Juan: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma.
Se oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.»

Palabra del Señor

Comentario

Termina el tiempo de Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor en el Jordán, episodio cargado de misterio y evento fundamental en la Historia de la Salvación. A orillas del Jordán contemplamos con el mismo asombro del Bautista cómo el Hijo de Dios hecho hombre se pone voluntariamente en la cola de los pecadores y se somete al bautismo de penitencia que predicaba Juan.

Como fruto de este acto de solidaridad de Jesús con los hombres, se nos revela la Santísima Trinidad: en la voz del Padre, en la escucha obediente del Hijo encarnado y en la fuerza del Espíritu, que desciende sobre Él en forma de paloma. A pesar de que el relato es breve y está narrado por Marcos con sencillez, tiene gran profundidad teológica y en cierto sentido condensa la obra de la redención que Jesús venía a cumplir.

Por un lado, Jesús se sumerge en las aguas del Jordán, que simbolizan la penitencia, el castigo y la muerte que sufren los hombres por culpa del pecado. Las aguas simbolizan también el sufrimiento de Jesús en la cruz. En esto nos recuerdan a las aguas del castigo en el episodio del diluvio universal (cfr. Gn 6-9).

Pero esas mismas aguas del Jordán, santificadas por Jesús, simbolizan algo más que un castigo, son también símbolo de una nueva creación: la del bautismo cristiano. Cuando Jesús emerge de nuevo de las aguas, queda prefigurada su resurrección de entre los muertos, que es a su vez, anticipo de nuestra propia resurrección. En esto, las aguas del Jordán nos recuerdan a las aguas primordiales del Génesis (cfr. Gn 1), a partir de las cuales, la voz de Dios creó todo y sobre las cuales, sobrevolaba el Espíritu de Dios.

Todo el episodio del Bautismo del Señor revela por tanto la infinita misericordia de Dios con sus criaturas. En efecto, los cielos se abren por fin para los hombres, al abrirse para Jesús; la voz del Padre, que siempre llama “Hijo Amado” al Verbo eterno, ahora se lo llama también en un ser humano, como primicia para todos nosotros; y el Espíritu Santo, que eternamente procede del amor del Padre y el Hijo, desciende sobre Jesús de Nazaret, en un anticipo de su descenso sobre los hijos de Dios

Gracias a este don precioso conquistado por el Señor en la cruz, gracias al “bautismo en el Espíritu Santo”, nosotros podemos tratar a Dios como hijos queridos, con cariño y confianza. Por eso San Cirilo de Jerusalén nos dice: “si tú tienes una piedad sincera, sobre ti descenderá también el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre”[1].

La verdad gozosa de nuestra filiación divina puede y debe iluminar toda nuestra vida hasta vivir y pensar como el propio Jesús. San Josemaría nos dice a este respecto que sabernos y sentirnos hijos de Dios, “supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios —pocas, pero constantes, insisto—, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo”[2].

La persona que se siente mirada amorosamente por Dios en todo momento, como se sentía Jesús, se llena de consuelo y seguridad, porque ese Dios bueno, que derrama sobre ella su cariño incondicional, le dice: “tú eres mi hijo amado”.

Ahora que vamos a iniciar el tiempo ordinario, plagado de pequeñas situaciones cotidianas y corrientes, podemos redescubrir de nuevo este don maravilloso que Jesús nos ha obtenido en la cruz y darlo a conocer a nuestros familiares y amigos.

 

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